Roma, una ciudad para seguir soñando
Viajes - Visitas a Lugares


Escribir, a estas alturas, un artículo sobre Roma puede parecer osado y, quizás, innecesario. ¿Se puede decir algo nuevo de la Ciudad Eterna? 


Como si se tratara de un objeto de culto, Roma cuenta con una cantidad inabarcable de autores que han escrito sobre ella. Desde los versos de Cervantes en Persiles y Segismunda (1569) –“¡Oh, grande, oh, poderosa, oh, sacrosanta alma ciudad de Roma!”-, el fantástico relato de Goethe en Viaje a Italia (1786), las siempre recurrentes frases de Stendhal en Paseos por Roma (1829) o las Vacaciones de Henry James (1869), lo cierto es que Roma ha sido siempre cuna de poetas, literatos y bohemios que han encontrado en su decadencia una inevitable fuente de inspiración y fascinación.


Si tienes pensado adentrarte en los entresijos de la ciudad actual, te recomiendo las lecturas de Anthony Doerr, Un año en Roma (2017) y de Javier Reverte, Otoño romano (2015), ambos en edición Debolsillo, donde los autores relatan los entresijos de la incómoda y fascinante experiencia de vivir en la ciudad. 


No cabe duda de que Roma nos enseña a todos el concepto de la caotica bellezza.


Es ruidosa, sucia, peligrosa, sofocante y desastrosa; es todo lo que no debería ser una ciudad moderna, motivo por el cual, en el día a día, la odiamos y nos desgañitamos maldiciendo el momento en el que decidimos mudarnos allí.


A diario los periódicos locales incluyen noticias como “Autobús se incendia en la parada”, “Basura en las calles, tráfico colapsado”, “Tranvía arrolla a un vehículo” o “Árboles asesinos, el mapa del riesgo”, lo que nos lleva a afirmar que, paseando por Roma, uno se juega la vida permanentemente.


Es tal la situación de caos que reina en la ciudad que, en ocasiones, cuesta creer que estemos en el primer mundo. Pero de pronto, en un encuentro mágico y permanente, un sol sereno inunda las orillas del Tíber al final de la tarde. Y repentinamente, tú, cruzando cualquier puente, te enamoras para siempre. 



Esta es la magia de la Città de la que escribieron los poetas y la que hace que, cuando te marchas, te desgarre la nostalgia, la eches de menos, te enfades contigo mismo por hacerlo y, además, sientas que dejaste anclada una parte de ti. Es cierto aquello de Roma non basta una vita, porque en nuestra corta y parca existencia jamás seríamos capaces de entender cómo late el corazón de sus muros milenarios. Llegados a este punto, la pregunta sería, por tanto, ¿merece la pena viajar a Roma? 


No se puede ir a Roma y obviar lo básico: los Foros Imperiales, San Pedro del Vaticano, la Plaza Venecia y el Monumento a Víctor Manuel II, la Vía del Corso, el Coliseo, la Plaza de España, la Plaza del Popolo o el Panteón.


Sin embargo, siendo consciente de que todos estos hitos turísticos son imprescindibles y mundialmente conocidos, es preferible pasar por ellos de puntillas para adentrarse en la parte más quimérica y desconocida de la ciudad. No olvidaré, por el contrario, hacer una mención especial al Panteón, el templo erigido por Adriano entre los años 118 y 125 d.C., en sustitución al anterior, construido por Agripa en el s. I d.C., en honor de todos los dioses.


Esta joya incrustada en el corazón de Roma es, al caer la tarde, el lugar más especial del mundo. Imponente, majestuoso y rotundo, el Panteón nos habla de trascendencia y eternidad. Merece la pena acudir a última hora, cuando los turistas comienzan a despejar la plaza y Roma se adormece en un lento sueño. 


En Roma uno aprende que el tiempo pasa deprisa y que compartir un cappuccino y un cornetto con un amigo a primera hora de la mañana en el Caffè Peru, junto al Palazzo Farnese, puede convertirse en una gratificante sorpresa de la que emanan cientos de planes de futuro. Que hay algo vivo, vibrante e intenso en la cotidianidad romana que te empuja a querer formar parte de la Historia.


No se debe ir a Roma y no comer fiori di zucca, una delicada receta típicamente romana que consiste en rellenar con anchoas y mozzarella las flores del calabacín, para después freírlas en abundante aceite. De que a los romanos les gustan los fritos no cabe duda: los carciofi alla giudia -alcachofas a la judía- o la mozzarella in carrozza tan buena cuenta de ello.


Sí, hay vida más allá de la pasta, aunque, por otro lado, no deberíamos despreciar jamás los bucatini all’amatriciana de la Vecchia Roma (Via Ferruccio, 12/b/c), una mezcla gloriosa de pasta con guanciale (carrillo de cerdo curado), queso pecorino y tomate, servidos en un lugar, ante todo, pintoresco. Para hacer frente a una cena tradicional italiana recomendaría la Osteria di Cicerone (Via Cicerone, 22), en el barrio de Prati, junto a Piazza Cavour, y si buscas un lugar donde acudan en masa los romanos de clase popular, la Pizzeria Ai Marmi (Viale di Trastevere, 53) es tu sitio.


Debería hablar de mis heladerías preferidas. Hedera (Borgo Pío, 179) es para mí el summum, siguiéndole de cerca La Romana (Via Cola di Rienzo, 2), donde en las noches más frías y solitarias he sido feliz.


En Roma se lleva el aperitivo, que contrariamente a nuestra idiosincrasia, consiste en una merienda-cena con buffet libre y cócteles por 11 euros.


A este respecto, el sitio de moda es Momart (Viale Ventuno Aprile, 19). Sin embargo, en el aspecto gastro, hay algo que ha cambiado definitivamente mi manera de vivir y, contrariamente a lo que podríamos pensar, no se come.


El producto en cuestión, al que acompañó en todo momento la suave brisa primaveral al anochecer, es una copa de burbujas de la Provincia de Brescia (Lombardía) que recibe el nombre de su propia región: Franciacorta.


Este vino brillante, refrescante, festivo y mágico, se ha convertido en el perfecto resumen de mi experiencia en Roma. Y he de reconocer que éste es un punto de no retorno. 


Existen algunos lugares en Roma que, sin poder encontrar a simple vista un porqué, se han convertido en mi propio paraíso.


Hablaré del cortile del Palazzo Massimo alle Terme, construido por Miguel Ángel, donde los rayos de sol, fundidos con las flores silvestres que crecen alrededor de los vestigios romanos, lo convierten en un perfecto jardín clásico.


Igualmente maravilloso es el jardín de la Villa Aldobrandini, en el barrio de Monti, donde puede disfrutarse del perfil más sereno y solitario de la ciudad.


Cómo no, dos cosas de Velázquez: el imponente retrato de León X en la galería Doria Pamphili y los jardines de la Villa Mèdici, donde representó dos sencillos rincones en los óleos que pueden verse en el Museo del Prado de Madrid.


Tampoco podría olvidar el Palazzo Altemps, antiguo Colegio de España, que constituye, sin duda, el museo más fascinante de la ciudad.



Abundan, más que los lugares secretos, las experiencias escondidas.


Amanecer sobre el Gianicolo o atardecer en el Jardín de los Naranjos podrían ser dos de ellas, aunque sin duda incomparables a caminar despacio por una Plaza de San Pedro regada con la suave luz de la luna llena, vacía de turistas, quieta y mágica para ti, en una noche inolvidable de primavera.


Pocas cosas mejores atesoraré entre mis recuerdos.  


Roma nos enseña a amar la eternidad, a elevar el espíritu a la belleza contemplada, a valorar que detrás de cada muro hay una historia que contar. Por este motivo sí, merece la pena viajar -a poder ser en abril-, a la Ciudad Eterna, donde, sin darte cuenta, lo hallarás todo, excepto a Roma. 

Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!
y en Roma misma a Roma no la hayas
[...]
¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.

Francisco de Quevedo y Villegas, soneto,
"A Roma sepultada en sus ruinas", 1617