Del tiempo y sus tragedias. Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus... Geórgicas (Virgilio) Imprimir
Viajes - Grandes Viajes

              

Por las calmas geografías del Kurdistán turco.


La furgoneta se detuvo en mitad de la carretera, junto a un cruce de caminos. El conductor hizo señas, indicando que en ese lugar alguien pararía para llevarme al pueblo que buscaba. Esperé unos diez minutos hasta que una mancha blanca y diminuta apareció resaltando sobre el plomizo gris de la carretera. Hice una señal con la mano y el desvencijado vehículo paró junto a mí, levantando con su frenada una gran polvareda en el arcén. La puerta se abrió y encontré un habitáculo atestado de gente. Bolsas de frutas y verduras se esparcían por el suelo sin dejar apenas espacio para poner un pie y no dañar los alimentos. Un hombre de edad provecta me indicó un pequeño hueco junto a su asiento, esquivé como pude los obstáculos y me senté a su lado; el señor extendió su mano para estrechar la mía y pude notar, a pesar de su ruda piel, una impoluta limpieza en su atuendo, resaltando unos bigotes muy cuidados y que terminaban retorcidos en sus puntas.


Las gentes de aquella carraca me miraban con sorpresa y curiosidad. Giré la cabeza y pude ver como todo eran mujeres que, ataviadas con pañuelos y niños sobre sus rodillas, se desplazaban en aquel rústico medio de transporte. El suelo era de tablas de madera, ajadas y descoloridas por múltiples trayectos, las pisadas de los viajeros y los líquidos derramados. En el ambiente predominaba un olor a alimentos frescos que era mitigado por el humo de tabaco proveniente de la cabina del conductor. El paisaje a través de la pequeña ventana era monótono: escasos matorrales decoraban un suelo árido y polvoriento; pequeños rodales de árboles junto a una vaguada anunciaban la presencia de agua y unos campos de cultivo describían fecundos surcos en la tierra herida. 




Observé a las pasajeras que cuchicheaban con aparente benevolencia sobre mí. Cuatro señoras de cierta edad y otras tres más jóvenes ocupaban los asientos del fondo. Justo detrás de mí había una bella joven, con un pañuelo de flores y una tez aceitunada, su rostro me pareció radiante, y su sonrisa nacarada y atrevida me cautivó en aquel momento. Me hizo señas para que sujetase a un pequeñajo que se tambaleaba sobre el piso, así hice mientras ella colocaba las verduras que rodaban por el suelo en el interior de una bolsa de plástico. El infante apenas se tenía de pie con el trajín de la carretera, pero, sonriente y ajeno a las manos que lo sostenían, reía con una soltura envidiable. Al cabo de un minuto devolví el niño a su madre, quien con gesto quedo agradeció mi ayuda. Un joven sentado en una banqueta de plástico preguntó por mi nombre y procedencia. Satisfice su duda y señaló hacia un lado de la vía.


Me percaté en ese momento de unos puestos de fruta cobijados bajo un simple chamizo. El chico y dos señores bajaron a comprar uvas y me invitaron a bajar, lo hice para estirar las piernas mientras duraba la transacción .Tras unos minutos de regateo volvieron a subir con la mercancía. Apenas unos kilómetros más adelante, una señora dijo algo y el conductor paró nuevamente. Se apeó ella y el señor que me había invitado a subir. El puesto en cuestión era de sandías. Mientras probaba la fruta, el vendedor ofreció a mi acompañante un té, éste lo tomó con toda la parsimonia del mundo. Al fin compró una gran sandía que subió a duras penas y fue a parar a mis pies. Estas operaciones se repitieron durante el tiempo que tardamos en llegar al pueblo. Lo que probablemente nos hubiera llevado media hora de trayecto nos supuso más de dos. Yo miraba sorprendido al conductor que entre cigarro y cigarro permanecía inmutable.


Estaba absolutamente sorprendido de lo que estaba viviendo. Gentes de distintos pueblos se desplazaban en un vehículo a para realizar las diversas compras cotidianas. Era la vida sin tiempo, las horas sin reloj. Todo se alargaba con dilación y sin ningún ápice de prisa. En mi impaciencia crónica esto significaba que estábamos perdiendo una mañana entera en comprar cuatro sandías y unos panes. Me empezaba a retorcer en el asiento presa de la exasperación. Pero en ese momento reparé en la confusión; en realidad estaba teniendo la suerte de poder observar y reflexionar sobre la cadencia del tiempo y el valor de éste en otro contexto cultural. No me daba cuenta de que en aquel momento la prisa no tenía fundamento.


 La constante huida de las agujas del reloj no significa lo mismo en las distintas regiones del mundo. Olvidamos, en nuestra limitada y limitante visión, que hay culturas que no atienden al reloj, o lo que es más interesante, ni tan siquiera lo utilizan. Apresados por la inminencia, vivimos encorsetados en una mortaja invisible que nos obliga a optimizar cada segundo. Analizando otras costumbres, uno puede apreciar que la percepción de lo aparentemente esencial no tiene la misma trascendencia en según qué lugares. Y si ampliamos el análisis más allá del parámetro del tiempo y nos asomamos al mundo de la muerte –que al fin y al cabo es el agotamiento sustancial del tiempo de vida–, encontraremos un sinfín de realidades que poco o nada tienen que ver las unas con las otras.



De manera indefectible nuestro distanciamiento de los orígenes nos hace vivir en la presunción de la asepsia, sin reparar por ello, que en aquellos mundos tan lejanos, esa cosmovisión se mezcla con la magia de lo primigenio, siendo ésta a su vez punto de partida de una magnitud física llamada tiempo y que en orígenes pretéritos, estaba vinculada a la benevolencia de la luz y al ominoso misterios de las tinieblas. Mundos antagonistas en un mismo espacio y el tiempo como factor limitante para todos. El orbe girando a la misma velocidad indistintamente de nuestros orígenes. Relojes parados en la memoria de un tiempo esquivo que se escapa entre los intersticios de la vida.


Los viajeros se fueron apeando en sus respectivos destinos y todos ellos tuvieron la amabilidad de despedirse de mí según lo hacían. La preciosa joven me sonrió nuevamente mientras yo ayudaba a coger sus bolsas con la presteza del cautivado. Mi fascinación estaba ya entonces por encima de cualquier parámetro. Llegó mi turno y pisé al fin la población a la que tanto ansiaba por arribar cuando subí al coche. La temperatura era alta y yo el último pasajero. El conductor bajó mi mochila del maletero, pagué el pasaje y se desvaneció como vino, haciéndose cada vez más y más pequeño en la plúmbea carretera. En ese momento sentí una orfandad terrible al verlo desaparecer en el horizonte.


Hoy no recuerdo el nombre del pueblo, ni el motivo que me llevo hasta él,  pero si estoy seguro que nunca olvidaré aquella mañana en que acompañé a aquel grupo de personas por las calmas geografías del Kurdistán turco.



Flavio Cosío Moreno.