La noche de los contrabandistas
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Un viaje por la geografía kurda


El autobús que une Duhok con Diyarbakir tardará seis horas en llegar, dice el iraquí encargado de vender los boletos. Es rubio, simpático y servicial. Cambio algo de dinero en la misma terminal, ya no me queda y quiero comer algo. Deambulo por las calles ardientes en busca de un lugar en el que poder tomar un bocado. Son pocos los transeúntes que encuentro en mi camino. Estoy a las afueras de la ciudad y no hay nada salvo casas. Al fin encuentro un establecimiento, es amplio y está  vacío, lo regenta un señor de unos cincuenta años. Veo la carne picada expuesta al calor tras una pequeña vitrina. Solamente tiene kebab y ensalada, muero de hambre y acepto. Veo al hombre amasar la carne con las manos y colocarla sobre el pincho. Después el fuego se encarga de purificar el alimento.


Regreso a la empresa de autobuses que hace las veces de terminal. En el interior hay aire acondicionado y agua fría. Un señor extiende su alfombrilla y comienza a rezar en mitad de la sala. Empiezo a sentir los efectos del kebab. Paso varias horas haciendo escapadas al baño y temo el viaje hasta la frontera turca. Los viajeros llegan y dejan las maletas, algunos fuman y beben té en el exterior matando el tiempo. Soy abordado por un hombre. Es iraquí pero vive en Holanda, me cuenta que viene de ver a su familia. Más tarde nos encontraremos de nuevo frente al jefe de la policía fronteriza.


Conversamos mientras llega el autobús. Subo y repantingo mi cuerpo, la diarrea ha remitido y pienso dormir todo lo que pueda. Durante unos kilómetros celebro el escaso número de viajeros que hay en el vehículo, es más, siento extrañeza de que seamos tan pocos. Llegamos a una parada. En la marquesina se agrupa una turba bastante abrumadora. Todos portan bolsas de plástico negras y grandes bultos. Rezo para que no suban al coche, vana cosa. Son unos treinta a ojo de buen cubero. De pronto me veo rodeado de individuos que empiezan a guardar sus bártulos en todos los recovecos posibles.


Entran cacharreando y riendo. Bajo mi asiento empiezan a aparecer los fardos, los golpeó con el pie para apartarlos, pero es una batalla perdida, cualquier espacio es útil para ellos. Empiezo a estar aturdido ante lo que pasa. Son todos contrabandistas que vuelven de Iraq a Turquía repletos de alcohol, tabaco y todo aquello susceptible de generar algún pingüe beneficio a sus maltrechos bolsillos. Tienen  distintas edades, pero abundan los jóvenes, algunos rondan los cincuenta y con ellos hay un niño de unos doce años. Miro a uno de los buscavidas y nos reconocemos, es Alí. Viene rápidamente hacia mí y se hace un hueco en el asiento contiguo. Nos hemos visto días antes en la frontera iraquí. Me fijo con detenimiento en las caras y reconozco algunas.


El castellano  de Alí es muy bueno, tras varios años viviendo en España domina bastante el vocabulario. Comprendo al encontrarle de nuevo cual es su verdadero trabajo. Vamos a pasar contrabando al lado turco, confiesa con sinceridad. Me pregunta si puedo echarle un capote y pasar varios cartones de tabaco, sé que hasta tres por persona es legal, pero no acepto. Le explico que mi situación es bastante comprometida, soy el único  extranjero y bajo ningún concepto cogeré ninguna bolsa para pasar la aduana. Comprende mi explicación e insiste en que solamente es tabaco. 


La frontera  iraquí no dista mucho del punto de partida. La noche ha caído y nos bajan del bus para pasar la aduana. Veo como mis acompañantes empiezan a sacar cajas de cigarrillos y a pegarlas con cinta adhesiva a su cuerpo. La tensión se masca en el ambiente. Ya no hay risas ni bromas. Uno de los jóvenes que lleva su cuerpo encintado le ofrece un pitillo a un policía.


Éste retira su Kalashnikov y prende el cigarro. Veo como el chico le regala el paquete. Camino hasta la aduana con Alí. Mientras nos acercamos comenta que la guardia iraquí es muy comprensiva si eres generoso. Unas botellas de whisky y varios cartones de tabaco obran el milagro. Pasamos sin mayor problema. Ahora viene lo jodido, añade mi cicerone. Los turcos no son tan benévolos con estas artes. Montamos en el bus y nos aproximarnos al control turco. La gente ni respira. Veo a un policía con un cúter en la mano. Coge las bolsas de plástico y las raja sin contemplación, arrojando el contenido con fiereza a su espalda. Tras de él hay apilados cartones de cigarrillos y botellas de Jhonnie Walker; forman una montaña que no caerá en el olvido de los guardias, es más, les servirá para sacar un sobresueldo. Cada vez que apuñala una bolsa alguien encoge el rostro compungido.


Alí no se mueve de mi lado. Sé que lo hace con la intención de pasar desapercibido. Yo me adhiero a él por protección y curiosidad. Llega mi turno y enseño el pasaporte. El sádico policía me mira con verdadera perturbación y al ver que soy español dice: You can go! No lo dudo y cruzo el arco. No soy cacheado pero me pasan un detector por el cuerpo. Veo la mochila salir de la cinta de rayos X entre bultos sospechosos. Deben pensar que qué coño estoy pintando aquí, yo por lo menos lo pienso. Mi amigo ha conseguido pasar toda su mercancía, está contento. En total su ganancia son algo más de cincuenta  euros. Se relaja pero avisa de nuevo. La parte más peligrosa viene ahora:  los militares. Ya no puedo más con la tensión acumulada y comienzo a notar el nerviosismo. Un hombre viene hacia mí, ¡español!, inquiere. Dice que tengo que ir a ver al jefe de policía. Con más miedo que vergüenza sigo a este chico.


Alí me acompaña y se nos une el Holandes, pues él también es requerido. Subimos escaleras y recorremos pasillos sombríos, no hay nadie en las instalaciones. Llegamos al despacho del jefe y nos invita a sentarnos, Alí se queda fuera por si necesito ayuda. Es fascinante la idea de recibir ayuda de un contrabandista. Empieza el interrogatorio. Las preguntas versan sobre el por qué del viaje a Iraq, profesión y detalles de mi vida. El poli me reclama el teléfono  para ver las fotos. Empieza a pasar y tengo miedo que encuentre  alguna foto indebida. Tras un largo rato observando las imágenes me devuelve el móvil. Su rostro ya no es tan tenso. Supongo que ha visto que no soy un tipo peligroso y se relaja. Aquí solamente hay ladrones y terroristas, ¿por qué vienes?, pregunta con cierta incredulidad. Intento explicar que he ido a visitar un templo yazidí,  pero me mira con una cara que parece un poema, a él los yazidíes le deben importar tres narices. Es el turno de mi compañero. Su interrogatorio es más corto y amable. Nos despide y dice que tenga cuidado.


Estoy tentado de decir que me gustan menos las comisarias que los contrabandistas, pero se queda en un vago pensamiento. Salgo y respiro. Los militares, recuerda Alí. Otra vez al autobús. Recorremos unos kilómetros. Llegamos al chekpoint. Se sube un tipo barbilampiño, tendrá veintitantos. Este es un hijo de puta, no le mires a los ojos, susurra mi ya inseparable colega. El silencio es sepulcral. No puedo evitar levantar la vista. Traje de camuflaje, granadas colgadas, una cachiporra y un fusil. Se queda mirando a alguien al azar y hace un gesto con la cabeza para que se levante. El afortunado en cuestión, que no quiere mirar los ojos de la bestia se hace el remolón, pero no hay suerte, toca bajar del vehículo y ser cacheado de manera minuciosa por los otros dos militares que esperan abajo. Veo como abren las maletas y esparcen la ropa por el suelo polvoriento. Tres son los elegidos que bajan, uno el que subirá de vuelta. El tipo llega a mi altura. Espero con el pasaporte en la mano. Lo toma y pregunta: ¿Real Madrid o  Barcelona? Me inclino por la ciudad que me vio nacer y acierto.


Sonríe el tipejo con un desdén insultante. Unos minutos más infundiendo temor y se cansa. Cuando baja del vehículo la respiración vuelve a fluir. Dos de los contrabandistas quedan retenidos. Arrancamos. Hay júbilo en el rostro de algunos y abatimiento en el de otros. No todos han podido pasar la mercancía. Más de cinco horas en la frontera turca han agotado nuestra mente. Todas las noches los mismos policías y los mismos contrabandistas. Un teatro que se repite siete días a la semana. Antes íbamos a Siria, era más práctico, pero ahora  es imposible, la guerra lo ha jodido todo. Entre bostezos, Alí sigue contándome cosas. Sabes lo peor de todo, español, todos los policías eran kurdos, eran de los nuestros. Lo dice con una mueca de desprecio y tristeza. Me habla de su novia. Vive en Estambul y quiere que deje esa forma de vida. Es su último año y después irá a vivir con ella. Algo me dice que no será así, pero espero confundirme. Dormimos un rato. Los suburbios de Mardin aparecen ante nosotros.


Mi compañero se baja. Nos damos un fuerte y sincero apretón de manos. Me recomienda que tenga cuidado con los georgianos, según él son muy chungos; utiliza la palabra "chungos", y me hace gracia. Siempre el vecino, pienso, nunca nosotros. Me quedo prácticamente solo. Vuelvo a intentar conciliar el sueño pero no puedo. Al cabo de un rato leo Diyarbakir en una señal de tráfico. Estoy deseando llegar a un hotel y dormir. La tensión se ha ido, pero queda el cansancio. Acurruco mi maltrecho cuerpo en el asiento y suspiro, sé que nunca olvidaré la frontera turco-iraqui y la noche que pasé entre contrabandistas.


Flavio Cossio