Khalid Nabi, el cementerio olvidado.
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En la lejana región iraní del Golestán


La frontera invisible de Turkmenistán se perdía en el horizonte indescifrable y desértico. Desde lo alto del promontorio, un manto marrón decolorado con la pátina del verano furibundo, dejaba su huella de fuego en la lejana región iraní del Golestán. Hacia abajo y desde mi posición, podía ver la pequeña colina sobre la que se erige la tumba en la que descansan los restos de un santo pre-islámico, Khalid Nabi. El pequeño mausoleo contrastaba con el arenoso fondo que, estriado en sus formas, se mostraba abismal. En realidad estaba en el confín de un país y frente a él, la extensa piel de Asia central era anhelada por inalcanzable.


Mi viaje llegaba a su fin y quería concluir al pie de una frontera infranqueable, como para dejar escrito en tinta indeleble que el periplo aún no finalizaba y habría de seguir antes o después por aquellas u otras latitudes. Era sencillamente un pacto conmigo mismo. Dos meses de vagabundaje y más de diez mil kilómetros rodando por carreteras desde Tesalónica hasta aquel esquivo recodo de Irán, habían insuflado en mí el aire necesario para afrontar un nuevo año. Sin la vista puesta en pérdidas ni pandemias, aquella mañana de agosto se ofrecía como un regalo y el lugar perfecto para poner puntos suspensivos a un gran viaje.


Desde la atalaya natural se veía un  camino dificultoso que iba a dar a la mencionada tumba. Busqué entre el matorral seco y punzante una trocha que no hiciera rodar mis huesos monte abajo. En ese momento apareció un chico. Intentaba sortear a duras penas la acusada pendiente.  Al llegar a mi altura se detuvo y comenzamos a hablar. Rusvenk, pues ese era su nombre, había pasado la noche en el interior del coche, esperando la amanecida para poder visitar el cementerio. Bajó conmigo a duras penas hasta la zona más llana, la cual precedía al camino que nos subía hasta la tumba.


En el interior del cubículo encontramos un féretro cubierto con una bandera verde. Nos sentamos cada uno en un extremo de la colina en silencio. La inmensidad era espectacular. Mi nuevo amigo encendió un porro y fumó con fruición; al cabo de unos minutos me ofreció una calada, pero yo preferí conservar la lucidez y rechacé su invitación. El sol estaba a nuestra espalda y aún era benévolo en la mañana. El silencio poblaba nuestros oídos y solamente lo rompía el lejano sonido de un ave que, sin mover apenas las alas, ascendía sin esfuerzo sobre nuestras cabezas.


Khalid Nabi comprende, además del pequeño mausoleo, un curioso cementerio de origen desconocido. Estudiado por el arqueólogo David Stronach en los años ochenta del pasado siglo, la necrópolis es conocida por albergar unas llamativas tumbas fálicas. Para entrar en el recinto hay que pedir la llave. Un señor nos ayudó, avisando al guardián del camposanto. Este llegó en una moto a indicarnos la manera de acceder y demostrando escaso interés en acompañarnos. Subimos hasta lo alto de otra colina y abrimos el candado que cerraba la puerta metálica; pendiente abajo ya podían verse las curiosas sepulturas diseminadas. Al acercarnos pudimos comprobar que existían distintas longitudes en las tumbas y que, además de esta caprichosa forma, había otras más pequeñas, lobuladas en los extremos, que hacía pensar en atributos femeninos. Recordaban más bien a unos senos que al sexo receptivo de la mujer. Hay distintas teorías sobre las tumbas. Algunos expertos hablan que la longitud y altura de las mismas está relacionada con la edad del fallecido, otros que son cenotafios y que no hay ningún enterramiento real en la zona. 


En el valle del Indo existe el culto al lingam, representación fálica asociada al dios Shiva que junto con otros dos dioses conforma la trimurti: Brahma el creador, Visnhu el conservador y Shiva el destructor. En contraposición al sexo del dios encontramos el ioni, simbolizando el útero o vulva, la feminidad universal asociada a la diosa Kali. Una figura activa y otra receptiva. El simbolismo nos recuerda más allá de lo ultraterreno que somos la unión de los contrarios, o mejor dicho, de los complementarios. Sea como fuese, los seguidores de este grupo en cuestión querían, como todos los que nos han precedido, el mejor descanso para sus muertos. Lo había visto a través de siete países. Desde el monte Athos, pasando por el Kurdistán turco e iraquí, hasta el Cáucaso. En Armenia pude encontrar cementerios donde las tumbas eran esculpidas con motivos que hablaban de los cuerpos que el suelo albergaba desde hacía siglos. Y lo tenía nuevamente ante mí en aquel insólito lugar, frente a la tierra de los Turkmenos.


Decían los griegos que al morir, sus almas bajaban al Hades, el inframundo. Bebían los difuntos las aguas del Leteo, el río del olvido, dejando atrás todo recuerdo terrenal. Un óbolo costaba cruzar las aguas del río del infortunio o Aqueronte, allá por los abismos de Estigia, para llegar a las puertas custodiadas por el can Cerbero, el perro de tres cabezas que habitaba el Erebo de profusas sombras. Caronte, el gigante barquero, era el encargado de cruzar las almas al otro lado en su barca doliente. En caso de no tener moneda, el ánima erraría cien años en la orilla opuesta, en la antesala del olvido. 


Todo esto recordaba frente a las tumbas. Imaginando extraños rituales paganos en lo que hoy es el país de la sharia. La muerte como telón final, como último hálito de la vida. Y ante todo el ritual, el tránsito dirigido por los vivos para que las almas de sus muertos no quedaran vagando en eterno desasosiego. Distintos dioses, mismos miedos. Distintos rituales, mismo destino. 


Las alas del ave hendían el aire, describiendo un vuelo callado sobre las sepulturas. Sin augures que analizar su danza y sin dioses bajo el cielo, me quedé sentado un rato en silencio, intentando descifrar el vuelo de la rapaz y pensando en el sombrío e inexorable destino de los hombres.


Texto y fotos: Flavio Cossio