Los guardianes del tiempo.
Viajes - Visitas a Lugares


El tiempo es el gran enemigo del hombre, pero el tiempo teme a las pirámides (proverbio)


El crujir de mis pasos era el único sonido en la desértica llanura. El suelo poblado por pequeños guijarros y un polvo fino se agarraba a las botas y los bajos del pantalón. La extensión era inabarcable y solamente rompían la planicie dos gigantes pétreos. Levantadas casi desde el origen de los tiempos, sus siluetas vieron pasar restos de imperios y numerosos ejércitos; también los infinitos ocasos saharianos en los que la barca solar del faraón realizaba su viaje a poniente, siempre en pos de repetir el eterno ciclo de la vida y la muerte.


Ríos de tinta -tan largos como el Nilo- han corrido, corren y correrán sobre el levantamiento de estos colosos. Heródoto de Halicarnaso fue el primer cronista en dejar constancia de estas impasibles geometrías, en concreto de las tres que se erigen en la meseta de Guiza y de las cuales no hablaré en estas líneas; si lo haré, en cambio, de otras que se encuentran a unos cuarenta kilómetros del Cairo y cuya antigüedad es mayor a las anteriores. Hablo de las pirámides de Dahshur.


Situada en la zona occidental del Nilo, Dahshur alberga una de las necrópolis reales más importantes y solitarias de Egipto. Construidas por el faraón Snefru en la IV dinastía (2613-2494 a. c.), la pirámide acodada y la pirámide roja son antiguos guardianes del tiempo. Una especie de legado que recuerda con su presencia la belleza incomparable de las construcciones antiguas.


Un pesado silencio envolvía el aire al pie de la pirámide roja. Había llegado hasta allí con un simpático taxista que llevaba un Corán en el salpicadero y poseía la amabilidad y la hospitalidad de todo buen musulmán. Nadie -salvo los trabajadores que guardaban el recinto- se encontraba esa mañana en la llanura de Dashur. Caminé alrededor del gigante en silencio, igual que si estuviera frente a un animal antediluviano. A lo lejos y deformada por la incipiente calima, podía contemplar la caprichosa forma de la pirámide acodada, también llamada romboidal o pirámide truncada. Su figura informe y fallida mostraba que la imponente belleza no está exclusivamente presente en las líneas bien definidas.


Me acerqué a la base y toqué con la palma de mi mano la piedra que llevaba milenios contemplando el mundo. La temperatura se acumulaba en el interior de los bloques de piedra. Con ciento cinco metros de altura y doscientos veinte de base, el cenotafio del faraón Snefru, padre de Keops, recordaba casi a la perfección arquitectónica. Fue la primera en ser levantada con caras triangulares y lisas; de base más ancha que sus vecinas de Guiza, su apariencia resulta ligeramente más baja que éstas últimas.


Ascendí lentamente la escalinata hasta llegar a la entrada principal del mausoleo. Un hombre vestido de blanco se encargaba de dar la bienvenida y controlar el escaso flujo de visitantes. Nos saludamos y me indicó que tuviera precaución al bajar por la inclinada pendiente que conducía al interior; sintiendo una horrible claustrofobia y la espalda dolorida por la postura, descendí hasta el corazón de la pirámide y su cámara funeraria. Estaba dentro del


sanctasanctórum, en el lugar destinado a albergar los restos del faraón, espacio en el que el hijo de los Dioses una vez sepultado con los honores pertinentes, tendría que rendir cuentas a Osiris y su inapelable balanza, pues su corazón habría de pesar menos que la pluma de Maat, la justicia. En caso contrario le esperaba el inframundo, habitado por un monstruo con fauces de cocodrilo, cuerpo mitad león y mitad hipopótamo, que devoraría sin piedad su alma impía.


Tras un rato metido en las profundidades, salí rápidamente buscando el exterior, el aire viciado me había puesto mal cuerpo. Di una propina al señor y bajé de nuevo a tierra firme. Cometí la osadía de sentarme en los viejos bloques de piedra mientras observaba volar una bolsa de plástico, ésta daba vueltas en el aire rompiendo la belleza del momento. Al cabo de unos minutos, decidí recorrer el kilómetro aproximado que separa una pirámide de la otra. A medida que me distanciaba de la roja, la veía más elegante y poderosa. En cambio, frente a mí, la forma monstruosa de la pirámide acodada se revelaba más y más interesante.


Ciento ochenta y ocho metros de base y ciento cinco de altura. Dicen los egiptólogos, que el ángulo de inclinación inicial de construcción no fue el mismo con el que se concluyó la obra, obteniendo por ello la forma romboidal y caprichosa que vemos en la actualidad. Una de las características destacables de esta pirámide, además de sus complejas líneas, es que aún conserva el revestimiento inicial de piedra caliza que, a diferencia del resto, se ha sostenido de manera sorprendente, ornamentando a la más llamativa de todas las construcciones de Dahshur y probablemente del antiguo Egipto.


Aproximadamente estuve una hora larga recorriendo en silencio y soledad absoluta la llanura de Dahshur. Me monté en el taxi y fuimos de nuevo hacia la jungla insoportable del Cairo. Antes de alejarme definitivamente eché una última mirada a los monumentos. Desaparecieron de mi vista a medida que el vehículo avanzaba hacia la gran urbe. El taxista me preguntó el lugar de destino. Café Horreya, contesté. Probablemente para un creyente practicante como él no era el mejor sitio para pasar la tarde, pero no me censuró y me miró esbozando una sonrisa pícara


Me despedí del conductor y entré en el café. Aquello parecía la corte de los milagros. El camarero ya me conocía y me alentó a pasar; se movía entre las mesas con una gran destreza e intentando endilgar a los maltrechos borrachos alguna cerveza de más. El ambiente parecía imbuido por una especie de realismo mágico que flotaba entre el humo de los cigarrillos. Pedí una cerveza mientras decía que no a un lustrador de zapatos. Los suelos estaban llenos de periódicos viejos y las paredes recién pintadas, las ventanas abiertas dejaban pasar el estridente sonido del tráfico y sus bocinas insomnes. El aire estaba enrarecido entre la pintura, el tabaco y la contaminación. Un señor acumulaba un gran número de botellas vacías en su mesa mientras sus ojos contemplaban la nada; en la mesa contigua, un grupo de extranjeros reía sonoramente mientras bebían cervezas con ahínco. Todo era canallesco y perturbador. El limpiador de zapatos se sentó en una mesa libre al ver que no tenía clientela y suspiró. Una mosca zumbaba alrededor del borracho solitario, pero éste se mantenía impasible y perdido en el fondo de su propio abismo. Eché un vistazo alrededor y pensé que no había mejor lugar para terminar el día. Apuré mi cerveza y pedí otra al camarero, seguía soñando con la planicie de Dahshur y sus guardianes del tiempo.


Flavio Cossio