Persépolis, la ciudad de los persas.
Viajes - Grandes Viajes


El eco de las ruinas.




Los viajes, en mi caso, comienzan en los libros. Durante años he poblado mi cabeza de paisajes inhóspitos, de lugares aparentemente perdidos en el interior de un mapa; pero la verdad es que habiendo recorrido algunos de esos puntos de la geografía que siempre estuvieron en mi mente, me he dado cuenta de que la literatura puede ser un prisma confuso, una mirada completamente ajena a espacios que se conforman en la mente del escritor. 


Sé, por mis propias lecturas, que la persona que escribe sobre un lugar está condicionando al viajero que lo lee. O si lo enfocamos de otra manera, el lector que lee las impresiones de un autor, se está condicionando a sí mismo mediante la visión de éste. Por eso, cada vez que viajo a un lugar sobre el que leído mucho, tengo presente que hay sitios, "supuestamente conocidos de antemano", que me han de decepcionar y otros sobre los que nunca leí una línea que permanecerán indelebles en mi memoria.


Uno de estos lugares míticos y que siempre había querido visitar es aquél que los griegos llamaron Persépolis, la ciudad de los persas. Ubicada a unos setenta kilómetros de la actual Shiraz, en Irán, sigue siendo a día de hoy un recuerdo tangible del fastuoso pasado de los iraníes.


Persépolis. Capital del antiguo imperio aqueménida, es hoy un recinto poblado de turistas armados con cámaras de fotos, buscando hacer el mejor selfie para colgarlo en alguna red social. Cuando uno sueña con visitar los lugares más bellos del mundo, olvida, o por lo menos a mí me ocurre, que la imagen romántica es solo un mero recuerdo del pasado, o peor aún, que nunca existió; los arquetipos que pueblan las ensoñaciones de todo viajero son inequívoca y exclusivamente parte de la imaginación de éste.


Entro por la llamada puerta de las naciones y nada más cruzar el umbral, aprecio los grabados que viajeros de otras épocas hicieron sobre la piedra. No puedo evitar encontrar interesante ese acto que hoy estaría penado por la ley. En ese mismo instante me siento obnubilado por las absurdas inscripciones en detrimento de la famosa puerta construida por el poderoso Jerjes, hijo de Darío I. Imagino de inmediato a las gentes que siglos atrás llegaron hasta aquí desde distintos países. Pienso en su vestimenta y sus pertrechos y visualizo el asombro de sus rostros ante lo desconocido. Es ahora cuando vuelve a mi cabeza la imagen arquetípica del viajero. Recuerden que hubo un mundo en el que no había imágenes y las gentes eran de mirada más inocente, o por lo menos, no tan contaminada. Me gusta pensar que los aventureros que viajaban hasta lugares ignotos, llevaban en sus alforjas cuadernos donde florecían, en negro sobre blanco, los dibujos que la fotografía aún no permitía captar. La mirada trasladaba al papel las formas y escorzos de los silenciosos monumentos que habitaban el desierto. 


El complejo arquitectónico que se muestra al visitante es extenso y deja demasiados espacios vacíos para la interpretación. Sobre una llanura interminable a la vista, se alza el palacio de las cien columnas, lugar de residencia del gobernador y donde se encontraba la apadana o sala de audiencias. Se dice que más de setenta columnas soportaban la techumbre que hoy ha desaparecido. Deambulando bajo el inclemente sol llego al harén de Jerjes; aquel que saqueara la honorable Atenas, disponía de una gran estancia en la que disfrutar de la compañía de sus numerosas concubinas. Absorto, imagino construcciones donde sigo viendo vacío. En ese momento aparece un guía para ofrecerme sus servicios, declino la oferta amablemente y se despide de mí con una sonrisa. En estos casos prefiero la soledad y el silencio aunque pierda cierta información. Sigo caminando y me detengo en los murales de las paredes; estos bajorrelieves están poblados de detalles cotidianos: veo carneros perfectamente definidos, camellos guiados por señores con barba y caballos que tiran de una biga, hombres portando lanzas, y mujeres con jarros y cántaros que parecen caminar en procesión. Pero sin lugar a dudas, la más imponente y destacable de todas las escenas es aquella en la cual un león ataca a lo que parece un caballo con cuernos de toro. Las garras del felino atrapan con fuerza al indefinido animal que gira su cabeza en dirección a la bestia.


“Las torres que desprecio al aire fueron a su gran pesadumbre se rindieron…”


Pienso, mientras rememoro los versos de Rodrigo Caro, que el espacio que estoy contemplando no muestra la magnitud real de lo que fuera la ciudad construida por Darío I sobre el 500 ac; la cual a su vez sería quemada y arrasada por tropas capitaneadas por el macedonio Alejandro Magno en el 330 de la misma era. La sangre correría por las calles al tiempo que los gritos de los persas serían apagados por el polvo infecundo de la muerte. 


Mi intención no es hablar de fechas ni de acontecimientos históricos, para ello están los libros y los textos redactados por los historiadores. Tampoco voy a hablar del turismo de masas y su manía por dejar testimonio gráfico de cuanto tienen a su alrededor. Tan solo quiero hacer una reflexión que va más allá de la arquitectura y de los hechos que alguna vez tuvieron lugar tras los muros de la vieja capital persa. Me gustaría ahondar, simplemente, en lo que pueden llegar a representar ciertos lugares en los que una vez hubo vida, enclaves hoy despoblados en los que el eco devuelve voces del pasado. Vuelvo a recordar los versos de Caro en su canto a las ruinas de Itálica:


“ Sólo quedan memorias funerales donde erraron ya sombras de alto ejemplo, este llano fue plaza, allí fue templo...”


Ningún país o enclave del mundo es igual para todos, pienso mientras camino y observo las columnas levantadas hacia el cielo infinito. Mirando las ruinas de Persépolis, uno puede imaginar a Alejandro Magno quemando la ciudad y pasando a sus gentes a cuchillo, pero otros igual tan solo ven las inscripciones "vandálicas" que en el mil novecientos treinta grabó alguien, seguramente también a cuchillo y con bella caligrafía, en la entrada del histórico espacio. Pero no pretendo centrarme en la magnificencia de los imperios y su intrahistoria, sino en la finitud inherente a todo cuanto nos rodea. Aquel que contempla las ruinas de una ciudad, puede ver el arte de sus acabados o imaginar la suntuosidad de sus palacios, pero hay un trasfondo mucho más complejo detrás.


Personalmente, lo que encuentro en este tipo de lugares es probablemente la única certeza que tengo: nada ha de permanecer para siempre. No es un análisis simplista ni pesimista, o por lo menos no lo creo así, es solamente la aceptación de que todo lo que somos es algo que otros ya han sido y que además, no tiene ninguna trascendencia. El ejemplo de los mastodónticos imperios que cayeron es bastante esclarecedor. La transitoriedad de estos nos presenta -siempre que la mirada pretenda ser lúcida- la evidencia constante de que el tiempo, ese parámetro inventado por el hombre, va dejando caer la arena de su sencillo reloj, de manera imperceptible en la parte inferior hasta que, sin darnos cuenta, la parte superior queda vacía y todo cuanto creíamos que habría de permanecer incólume, cae por su propio peso. 


Los Daríos y Alejandros son, además de personajes históricos, un mito perdido en ese tiempo confuso que la historiografía quiere encajar en el contexto adecuado. Sus endiosadas figuras son algo recurrente que nos ayuda a poblar de vida los lugares en los que hoy apenas susurra el viento. Entre las ruinas de una vieja ciudad derruida se asoma no solo la mirada pasada de un país hoy llamado Irán, sino la agonía de un presente que obviamos. Estancado en el régimen de los ayatolás y con unos ciudadanos mucho más preparados que sus dirigentes, subyace el espíritu de una libertad que no llega. Las mujeres que conducen y colocan sus velos con coquetería son apenas el reflejo de una laxitud ficticia, pues el canto que brota de los alminares no tiene el mismo mensaje para todos. A la sombra de Persépolis, hay un mundo en el que las ruinas pasadas probablemente no sean lo más importante para el futuro de los iraníes.


Subo en solitario hasta la tumba de Astajerjes III. El sudor cae por mi frente mientras alcanzo la parte superior donde estuvo la entrada al mausoleo y que hoy permanece cerrada. En lo alto aprecio un bajorrelieve con el faravahar, antiguo símbolo zoroástrico con forma de disco alado sobre el cual emerge la figura de un hombre barbado y tocado con un extraño sombrero. En realidad, nos recuerda a un místico o sabio. 


Veo la panorámica del vasto espacio y no soy capaz de imaginarlo lleno de vida. A lo lejos unas moles de piedra se asemejan a guardianes del tiempo. Miran desde el horizonte la inabarcable llanura. Me siento en el suelo al cobijo de la sombra, está frío en contraste con la temperatura y siento un profundo alivio al apoyar mi espalda en el muro. Permanezco unos minutos allí mientras el trasiego de personas termina. Me encuentro en silencio, pues no hay apenas sonido perceptible. El cielo se muestra despejado y sin atisbo de nubes. El sol, en su cénit, proyecta escasas sombras sobre el suelo. La sensación es de sosiego. Abro mi mochila, extraigo un maltrecho cuaderno y anoto:


Los viejos toros alados duermen el silencio de siglos, proyectando cada día la sombra de unas alas que nunca surcaron el viento. Las vetustas columnas, enhiestas como espigas y que un día sustentaron las techumbres de un imperio, apuntalan el vacío del cielo, el cual las contempla erguidas hacia ninguna parte. En sus piedras esculpidas, las fauces embravecidas del león y sus poderosas garras, abrazan de muerte a un corcel ambiguo, cuyo gesto de temor está parado en el tiempo. Bellas inscripciones en la roca son tan solo el eco quejumbroso del olvido, el último vestigio de la existencia de un tiempo que se fue.


¿Quiénes anduvieron por tus calles, Persépolis? ¿Quién ebrio de vino, furor o venganza mandó impregnar de fuego el diseño de tus calles polvorientas? Por toda grieta entra un rayo de luz, pero tú ya solo eres grietas, en la vieja memoria de un sol que calienta tus solitarias piedras. Nada es para siempre. Ni la magnificencia de tus muros ni los ojos que te observan. El esplendor sigiloso de tu pasado es hoy surcos en la tierra de un lugar al que una vez llamaron Persia.


Flavio Cosío Moreno